Su nombre fue Bautista Chileno, aunque nadie supo jamás si “Chileno” aludía a sus orígenes o al sonido de su risa quebrada.
Tenía piel como caoba quemada por soles antiguos, manos grandes como remos, y la mirada de quien ha visto el mar transformarse muchas veces en tumba y en altar.
Aquel día, el 28 de marzo de 1787, montaba a su caballo “Tebas”, una bestia huesuda pero noble, con una mancha blanca en el lomo, semejante a un mapa. Iba al alba, con la intención de pescar no con red ni caña, sino con lanzas de madera endurecida al fuego, como le enseñaron los ancestros africanos que hablaban con los peces y cantaban para calmar el oleaje.
La costa olía a algas tibias, y las rocas volcánicas emergían negras, aún dormidas. Las aves —fragatas, tijeretas, y un solitario zopilote— cruzaban los cielos con alas tensas. Había un murmullo extraño en el viento, algo que ni siquiera los grillos quisieron comentar.
Bautista cantó en lengua desconocida mientras amarraba su lanza a la silla del caballo. Luego, con pasos firmes, bajó al agua hasta que las rodillas se sumergieron. Dijo en voz baja:
“Si hoy me llevas, que sea de frente, mar de madre.”
Y lanzó su lanza una, dos, tres veces. La tercera, atravesó la plata de un pargo enorme, pero el agua comenzó a temblar. No era movimiento de peces, ni del vaivén normal de marea: era un murmullo sordo que venía de las profundidades, como un tambor roto que palpitaba en la base del mundo.
Entonces la tierra tembló.
Un sonido agudo surgió de las laderas. Las aves volaron sin dirección. El caballo, Tebas, se alzó con pánico y huyó, desbocado hacia los cafetales. Y Bautista, con su lanza aún en mano, miró cómo el océano retrocedía, un fenómeno que no comprendía, pero que su instinto reconocía como presagio mortal.
El silencio fue absoluto hasta que vino la olaa
Era una mole gigantesca, con espuma negra y olor a azufre, rugió contra la costa. No era solo agua: era como si la montaña misma hubiera decidido caer sobre el mar. Bautista intentó correr, pero comprendió —y no con miedo, sino con resignación— que el mar había venido a buscarlo.
En los segundos finales, dijo:
“No soy esclavo, soy semilla.”
Y luego, el mar lo tragó.